Una crisis que el Estado no quiere mirar: los nudos estructurales detrás de la minería informal

El conflicto por la formalización minera revela un problema mucho más profundo: concesiones concentradas, reglas hechas a medida de los grandes y una desconexión total entre el Estado y las comunidades del país real.

La huelga indefinida iniciada el 30 de junio por miles de pequeños mineros en el Perú no es simplemente una reacción coyuntural a dos decretos del Ejecutivo. Es, en realidad, el estallido de una crisis largamente anunciada: la imposibilidad estructural de formalizarse bajo un sistema de concesiones diseñado para beneficiar a los grandes actores del sector, y que excluye —por diseño— a la mayoría de quienes realmente trabajan la tierra.

El detonante fue la exclusión de más de 50 mil personas del Registro Integral de Formalización Minera (Reinfo), con lo que quedaron fuera de cualquier camino legal para ejercer su actividad. El Gobierno ha ratificado su decisión, mientras el Congreso fracasa una y otra vez en consensuar una nueva Ley MAPE que no repita los errores del pasado.

El problema es profundo: más del 80% de los mineros artesanales y de pequeña escala (MAPE) no tiene concesiones propias, y la ley actual les exige un contrato con el concesionario para formalizarse. Esta condición, en la práctica, es inalcanzable, pues el mercado está controlado por grandes empresas que concentran enormes extensiones del territorio nacional —muchas veces sin siquiera explotarlas— y se benefician de un sistema permisivo que permite especular durante 30 años sin producir ni invertir.

Pero esta historia tiene otro rostro que Lima no quiere ver. En regiones como Cusco, Apurímac o Madre de Dios, miles de mineros operan en sus propios territorios comunales, bajo normas locales y con legitimidad interna. A pesar de eso, el Estado los cataloga como ilegales o criminales, alimentando una narrativa que simplifica el problema y evita enfrentar sus causas reales. Para estos sectores, la formalización no es un capricho, sino una lucha por reconocimiento, acceso a derechos y continuidad productiva.

La situación actual ha puesto sobre la mesa propuestas clave: reformar el sistema de concesiones, eliminar la exigencia del contrato de explotación, reasignar concesiones abandonadas, y sobre todo, diferenciar jurídicamente entre minería criminal, ilegal e informal con arraigo legítimo. Sin estos cambios, la crisis solo se profundizará.

El conflicto minero no es una anomalía: es el espejo de un modelo económico que privilegia la acumulación rentista y posterga a los trabajadores rurales. Resolverlo implica más que decretos o reformas administrativas: requiere voluntad política para reconstruir un pacto social que ya está roto.