El cierre del Lago Vichuquén hasta el año 2026 debe interpretarse inequívocamente como una señal de alarma ambiental de máxima prioridad que ya no podemos ignorar. Si bien se ha descrito esta crisis como una “tormenta perfecta” derivada de la sequía y la falta de ordenamiento, resulta desalentador ver cómo el debate se ha estancado en disputas donde vecinos, autoridades y privados se acusan mutuamente, mientras el deterioro del lago persiste.
La experiencia internacional nos dicta que la recuperación de estos desastres no se logra a través de procesos litigiosos ni recriminaciones cruzadas sobre la barra del estero, sino mediante la implementación de planes de emergencia y remediación adecuados al sitio. Por consiguiente, es imperativo cambiar el foco: la autoridad debe asumir el liderazgo para convocar a una mesa de trabajo colaborativa público-privada.
En esta alianza, los roles son claros y complementarios. El sector público cuenta con la capacidad esencial de ordenamiento territorial. Por su parte, el sector privado posee la ingeniería y las tecnologías de saneamiento avanzadas necesarias para recuperar el recurso hídrico. No se trata solo de diagnósticos, sino de aplicar soluciones técnicamente comprobadas que hoy están disponibles, como los sistemas de Bombeo y Tratamiento (Pump & Treat) o la Ozonización, capaces de remover contaminantes y restaurar el equilibrio.
A diferencia de los lagos profundos del sur, la geografía de Vichuquén —con una profundidad aproximada de 30 metros— permite que, si actuamos con decisión, la recuperación sea relativamente rápida. Pero para ello, debemos dejar de gastar energía en buscar culpables y enfocarla totalmente en la remoción del contaminante. Si logramos alinear la capacidad de ordenamiento estatal con la tecnología privada, la recuperación del ecosistema de Vichuquén podrá materializarse antes de que el daño sea irreversible. Es hora de actuar.






