El precio de las decisiones que nunca llegan

Por Juan Carlos Valda – jcvalda@grandespymes.com.ar

Una de las frases más repetidas en las PYMES es: “ahora no podemos ocuparnos de eso porque estamos demasiado atareados”. Y así, decisiones importantes se van postergando. Lo curioso es que el empresario está convencido de que está cuidando la empresa al enfocarse en la urgencia, cuando en realidad la está debilitando. Porque cada decisión que se posterga tiene un costo. A veces visible, otras veces invisible, pero siempre presente. Y al final, ese costo acumulado puede ser mucho más alto que el del problema original.

La trampa de la ocupación

En las PYMES, la ocupación se convierte en una especie de escudo. Se cree que estar ocupado justifica todo: posponer reuniones, evitar revisar estrategias, dejar para mañana una inversión necesaria. “Ahora estamos hasta el cuello, más adelante vemos”. Pero ese “más adelante” rara vez llega. Siempre aparece otra urgencia, otro incendio, otra distracción. La empresa vive en una especie de presente eterno donde lo importante queda relegado.

La trampa está en que la ocupación se siente productiva. Parece que, como todos corren, algo se está logrando. Pero correr no es lo mismo que avanzar. Correr en círculos solo agota, y cuando llega el momento de mirar hacia adelante, ya no queda energía ni claridad para decidir.

El costo oculto de postergar

Cada decisión que se posterga tiene un precio, aunque no lo veas en la caja. El costo puede ser la pérdida de un cliente que esperaba una respuesta, una oportunidad de mercado que ya tomó otro competidor, un gasto que se podría haber reducido antes o un equipo desmotivado por no tener definiciones claras. El problema es que esos costos no aparecen en ninguna cuenta contable, se sienten en los resultados. Y cuando al final del año se comparan los números, nadie recuerda que parte de lo que falta fue culpa de lo que nunca se decidió.

Postergar no es gratis. Es una deuda invisible que la empresa paga con menos ingresos, más tensiones y menos futuro.

Decidir tarde es decidir mal

En el mundo de los negocios, el tiempo también es un factor estratégico. Una decisión tomada a tiempo puede abrir una puerta; la misma decisión, tomada seis meses más tarde, puede convertirse en irrelevante. Muchas PYMES se quedan discutiendo cambios durante años: un sistema nuevo, una reestructuración, una política comercial distinta. Cuando finalmente se animan, ya no sirve o ya llegan tarde.

Decidir tarde es, en los hechos, decidir mal. Porque lo que da valor a la decisión no es solo su contenido, sino también su oportunidad.

La ilusión de que “nadie se muere por esperar”

Otro argumento común para justificar la postergación es: “no pasa nada si esperamos un poco más”. Y sí, es cierto: rara vez la empresa quiebra por una decisión postergada. Pero el deterioro es lento, silencioso, acumulativo. Como la gota que desgasta la piedra, cada decisión demorada erosiona la competitividad. Y cuando el empresario finalmente reacciona, descubre que lleva años perdiendo rentabilidad sin darse cuenta.

La postergación no mata de golpe. Desgasta todos los días.

El costo emocional de no decidir

No decidir también afecta al equipo. Los colaboradores necesitan certezas, dirección, claridad. Cuando las decisiones se posponen, se genera frustración, desmotivación y un clima de incertidumbre que baja la productividad. La gente se acostumbra a que “acá nunca se define nada” y empieza a trabajar con piloto automático. Esa desmoralización, que rara vez se mide, es uno de los costos más altos de no decidir.

En muchas PYMES el verdadero problema no es la falta de talento ni de recursos, sino la falta de decisiones a tiempo.

El empresario como cuello de botella

En este punto, conviene reconocer algo incómodo: muchas veces es el propio empresario quien genera el problema. Se concentra en apagar incendios, en revisar lo operativo, en controlar cada detalle, y no se reserva tiempo para pensar y decidir lo importante. Se convierte en el principal cuello de botella de su empresa. No porque no tenga capacidad, sino porque no se da el espacio para usarla. Y mientras tanto, el negocio avanza sin rumbo claro, atrapado en las urgencias.

El empresario que no decide a tiempo condena a su empresa a vivir en modo reacción. Y una empresa que solo reacciona nunca lidera, solo sobrevive.

La diferencia entre decidir y actuar

Otro error común es confundir decisión con acción. Una decisión no siempre requiere ejecutarse en el mismo momento, pero sí necesita tomarse. Definir un rumbo, aunque la implementación sea gradual, ya da claridad al equipo. El problema es que en muchas PYMES no se decide ni se actúa. Se deja todo en suspenso. Y lo que queda en suspenso se transforma en incertidumbre.

Decidir no es hacer todo ya mismo, es marcar el camino. Cuando se posterga la decisión, el camino queda en blanco. Y un equipo sin camino avanza en direcciones opuestas.

Romper la inercia de la postergación

¿Cómo se sale de esta dinámica? El primer paso es reconocer que postergar también es decidir. Porque decidir no hacer nada es una elección, solo que casi siempre es la peor. El segundo paso es reservar tiempo real para decidir, no para apagar incendios. Eso implica calendarizar espacios de dirección, tener comités o reuniones de gestión enfocadas en futuro y no solo en urgencias. Y el tercer paso es medir el costo de no decidir: ponerle un número, aunque sea estimado, a lo que se pierde por no actuar a tiempo. Cuando un empresario ve que cada decisión postergada equivale a miles de pesos de rentabilidad perdida, empieza a cambiar su manera de priorizar.

Romper la inercia de la postergación requiere disciplina y valor. Porque decidir siempre implica riesgo. Pero no decidir es un riesgo aún mayor.

Conclusión

En las PYMES, la ocupación suele ser la excusa perfecta para no tomar decisiones. Pero la verdad es que cada decisión postergada tiene un costo, económico y emocional. La empresa paga con oportunidades perdidas, con clientes insatisfechos, con un equipo desmotivado y con una rentabilidad erosionada.

La próxima vez que digas “ahora estamos ocupados, después vemos”, pregúntate: ¿cuánto me costará esta postergación? Porque si pones en la balanza lo que pierdes por no decidir, quizá descubras que lo más caro no es equivocarse al decidir, sino no decidir nunca.

El verdadero empresario no es el que se mantiene siempre ocupado, sino el que tiene el valor de detenerse, pensar y decidir a tiempo. Y esa diferencia, a largo plazo, es lo que separa a las empresas que sobreviven de las que realmente crecen.