Por Antonio Herrera C., especialista en Gestión de Proyectos Sociales y Voluntarios
Durante décadas, hablar de responsabilidad social empresarial (RSE) evocaba imágenes de donaciones filantrópicas, campañas de beneficencia o acciones aisladas de voluntariado. Eran gestos nobles, sí, pero desconectados de la estrategia central de los negocios. Hoy, en un mundo donde la desigualdad, el cambio climático y la pérdida de confianza en las instituciones exigen respuestas urgentes, ese enfoque ya no es suficiente.
La RSE ha evolucionado de un acto de generosidad periférica a un paradigma de creación de valor compartido, concepto impulsado por Michael Porter y Mark Kramer (2011) que plantea que las empresas no solo pueden, sino que deben, alinear su éxito económico con el progreso social. En este nuevo modelo, las compañías no actúan como benefactoras externas, sino como actores corresponsables en la transformación de la sociedad.
Del “hacer el bien” al “hacerlo bien”
El salto conceptual consiste en entender que la sostenibilidad y la RSE no son un gasto extra, sino una inversión estratégica que fortalece la competitividad. Estudios de Harvard Business Review y de la Universidad de Oxford han demostrado que las empresas con un alto desempeño en criterios ESG (ambientales, sociales y de gobernanza) logran menores costos de capital, mejor reputación y mayor fidelización de clientes.
Un dato contundente: de acuerdo con Corporate Sustainability: First Evidence on Materiality (Harvard Business School, 2016), las empresas que enfocan sus estrategias en temas ESG materiales —es decir, aquellos realmente relevantes para su sector— superan en un 6% anual en rentabilidad bursátil a sus pares que no lo hacen.
Es decir, ya no se trata de preguntarse si las empresas pueden “permitirse” invertir en sostenibilidad. La pregunta correcta es: ¿cómo sobrevivirán aquellas que no lo hagan?
La licencia social para operar
En América Latina, donde la brecha social y los conflictos socioambientales son cotidianos, la urgencia de un nuevo paradigma es evidente. Según la CEPAL, el 32% de la población vive en pobreza y los conflictos vinculados a industrias extractivas continúan en aumento. Ignorar esta realidad pone en riesgo la licencia social para operar: incluso un proyecto técnicamente impecable puede fracasar si no logra generar confianza en la comunidad.
Por el contrario, las empresas que invierten en modelos inclusivos y relaciones de largo plazo no solo reducen riesgos, sino que amplían oportunidades de mercado. El sector agroexportador peruano es un buen ejemplo: al priorizar programas de bienestar y capacitación para sus trabajadores, varias compañías han conseguido mayor productividad, estabilidad laboral y competitividad internacional.
El desafío de integrar lo social al core business
El verdadero cambio ocurre cuando las empresas integran la sostenibilidad en su estrategia, en vez de tratarla como un proyecto paralelo. Porter y Kramer señalan tres vías concretas para crear valor compartido:
- Reconcebir productos y mercados: desarrollar bienes y servicios que atiendan necesidades sociales (ejemplo: microfinanzas, energías renovables, salud digital).
- Redefinir la productividad en la cadena de valor: desde la eficiencia energética hasta la inclusión de proveedores locales.
- Fortalecer clústeres locales: invertir en el ecosistema donde operan, porque ninguna empresa prospera en un entorno frágil.
¿Un costo o una oportunidad?
La evidencia indica que la sostenibilidad no solo mitiga riesgos, sino que abre oportunidades de negocio. El Global Sustainable Investment Alliance estima que los activos gestionados bajo criterios ESG ya superan los 35 billones de dólares a nivel mundial, lo que representa más de un tercio del total de activos bajo gestión. El capital está fluyendo hacia empresas que demuestran impacto positivo.
Al mismo tiempo, las bolsas de valores en América Latina, como la BVL en Perú, han empezado a exigir mayor información ESG para atraer inversionistas internacionales. No es casualidad: el futuro de la competitividad depende de la capacidad de las empresas de demostrar su contribución a los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS).
Un llamado a los directorios
La RSE entendida como valor compartido exige liderazgo desde la más alta dirección. No basta con un área de sostenibilidad subordinada al departamento de marketing. Se requiere que los directorios asuman la sostenibilidad como parte de la estrategia corporativa, con indicadores claros, presupuestos definidos y metas vinculadas a los resultados financieros.
Un estudio de Deloitte (2022) señala que el 75% de los CEO a nivel global considera la sostenibilidad como prioridad estratégica, pero menos del 30% ha integrado objetivos ESG en los incentivos de sus equipos directivos. La brecha entre el discurso y la práctica es evidente.
Conclusión: del asistencialismo a la transformación
El mundo empresarial enfrenta una disyuntiva histórica: continuar con una RSE basada en acciones periféricas y filantrópicas, o asumir la sostenibilidad como el nuevo núcleo de su competitividad. La primera opción ofrece aplausos pasajeros. La segunda garantiza legitimidad, innovación y resiliencia de largo plazo.
Como región, no podemos permitirnos que las empresas vean la sostenibilidad como una moda. Debemos desafiar a nuestros líderes empresariales a entender que el éxito privado depende del progreso público.
En palabras de Porter y Kramer: “Las empresas deben reconectar el éxito de los negocios con el progreso social. Este no es solo el futuro de la RSE; es el futuro del capitalismo mismo”.






